Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez
Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno
Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez es, aunque cueste
creerlo, una sola persona: Diego Rivera, el gran muralista mexicano.
Nacido en Guajanato en 1886, a los diez años ya
estaba matriculado en la academia artística del viejo convento de San Carlos,
en la ciudad de México. Sin embargo, su iniciación en la pintura fue tanto más
temprana que el mismo Rivera ha afirmado: “El más remoto recuerdo de mi vida es
que yo dibujaba”. De aquella vieja academia, Rivera sacó algunas directrices
técnicas que le permitieron dar forma a su estilo.
A los 16 años, Rivera cursaba en la Escuela de
Bellas Artes, de donde fue expulsado por participar de una protesta
estudiantil. No aceptó la oferta de readmisión cuando le fue propuesta. Fue así
que se largó al país, a pintar numerosos paisajes, los cuales le valieron, a
los 20 años, una importante beca del gobernador de Veracruz, que le permitió
viajar al viejo continente. En España aprendió del impresionismo y se vinculó
al movimiento anarquista español.
Luego de pasar más de 13 años en Francia, Bélgica,
Inglaterra e Italia, volvió definitivamente a México, influenciado por los
grupos de arte y política del Monmartre parisino, consciente de la necesidad
del artista de desafiar al “mundo burgués” y cargado de 325 bocetos y algunas
ideas sobre la técnica y las posibilidades sociales de la pintura mural.
Las características fundamentales de esta tendencia
son la monumentalidad, que apunta a conseguir una mayor gama de posibilidades
comunicativas con las masas populares (algunos de los gigantescos murales
sobrepasan los cuatrocientos metros cuadrados); la ruptura con la tradición
academicista y la asimilación de las corrientes pictóricas de la vanguardia
europea (cubismo, expresionismo), con las que los artistas mexicanos tuvieron
oportunidad de entrar en contacto directo, y la integración de la ideología
revolucionaria en la pintura, que según ellos debía expresar artísticamente los
problemas de su tiempo. No menos importante es el hondo arraigo de su arte en
las tradiciones autóctonas de México: la del grandioso pasado artístico
prehispánico (donde la pintura mural fue una práctica constante) y la de la
estampa popular mexicana (en la que brilla el legado de José Guadalupe Posada).
Formado en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos
de la capital mexicana, a la que se había trasladado con su familia a los seis
años de edad, Diego Rivera estudió luego por espacio de quince años (1907-1922)
en varios países de Europa (en especial, España, Francia e Italia), donde se
interesó por el arte de vanguardia y abandonó el academicismo. Las obras de este
período reflejan, por un lado, un acusado interés por el cubismo sintético (El guerrillero,
1915), asumido en su etapa parisina, y por otro una gran admiración por los
fresquistas italianos del Quattrocento (y en especial, por Giotto), lo que
motivó su alejamiento de la estética cubista anterior.
Identificado con los ideales revolucionarios de su
patria, Rivera volvió desde tierras italianas a México (1922), en un momento en
que la revolución parecía consolidada. Junto con David Alfaro Siqueiros se dedicó
a estudiar en profundidad el arte maya y azteca, que influirían de forma
significativa en su obra posterior. En colaboración con otros destacados
artistas mexicanos del momento (como el propio Siqueiros y José Clemente Orozco),
fundó el sindicato de pintores, del que surgiría el
movimiento muralista mexicano, de profunda raíz indigenista.
Durante la década de los años 20 recibió numerosos
encargos del gobierno de su país para realizar grandes composiciones murales;
en ellas, Rivera abandonó las corrientes artísticas del momento para crear un
estilo nacional que reflejara la historia del pueblo mexicano, desde la época
precolombina hasta la Revolución, con escenas de un realismo vigoroso y
popular, y de colores vivos. En este sentido son famosas, por ejemplo, las
escenas que evocan la presencia de Hernán Cortés en tierras mexicanas (por
ejemplo, la llegada del conquistador a las costas de Veracruz, o su encuentro
en Tenochtitlán con el soberano azteca Moctezuma II).
Ya entrada la década de 1920, se incorporó al
Sindicato de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores. Pronto, logró que el
nuevo gobierno se convirtiera en una especie de cliente colectivo de los
artistas comprometidos con el nuevo sentido estético. Así comenzó la época del
muralismo de Rivera. Monumentales y realistas, los frescos se plasmaron
principalmente en edificios públicos.
La pintura no era su única devoción. Rivera tuvo
también una particular relación con las mujeres. Casado en numerosas ocasiones,
incluida su larga unión con Frida Kahlo, consideró que el hombre era una
subespecie que debía aceptar la superioridad y dirección femenina.
A lo largo de su vida tuvo muchas amantes y cuatro
esposas: la pintora rusa Angelina Petrovna Belova mejor conocida como Angelina
Belof, mientras estuvo en Europa, a su regreso a México se casó con Guadalupe
Marín, con quien tuvo dos hijas, la famosa pintora Frida Kahlo de quien se
divorció y volvió a casar, y en sus últimos años, con Emma Hurtado.
La plenitud del muralismo
La obra de Diego Rivera (y la del movimiento
muralista como arte nacional) alcanzó su madurez artística entre 1923 y 1928,
cuando realizó los frescos de la Secretaría de Educación Pública, en Ciudad de
México, y los de la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo. El primero de
estos edificios posee dos patios adyacentes (de dos pisos cada uno) que el
artista cubrió en su totalidad con sus pinturas murales. El protagonista
absoluto de estos frescos es el pueblo mexicano representado en sus trabajos y
en sus fiestas. Rivera escribió que su intención era reflejar la vida social de
México tal y como él la veía, y por ello dividió la realidad en dos amplias
esferas: la del trabajo y la del ocio, y las distribuyó en zonas
arquitectónicas separadas.
En la serie de murales realizados en 1927 en la
Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, Rivera representó su particular
visión de la revolución agraria de México haciendo uso de estereotipos
extraídos de la pintura religiosa. Esto se evidencia en la Alianza obrero-campesino, El reparto de tierras o Revolución-Fructificación,
cuyo referente inmediato son Las exequias de San Francisco que se encuentran en la catedral
florentina. Ambos ciclos murales, el primero de reivindicación nacionalista, el
segundo de carácter conmemorativo, encarnan la culminación de un nuevo lenguaje
figurativo.
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